La arquitectura son los padres

La arquitectura es un arte querido y respetado por el conjunto de la población. La arquitectura como arte, como oficio, como concepto, no necesita ninguna promoción. Nuestros referentes espaciales son arquitectura. El paisaje es arquitectura. Buena parte de nuestras aspiraciones vitales, buena parte de lo que queremos visitar, es arquitectura. Cada ciudadano -ni tan sólo hace falta que tenga un mínimo de sensibilidad- tiene sus propios referentes arquitectónicos, como cada colectivo, país, continente o civilización. Vivimos rodeados de arquitectura. Sabemos que nos protege del clima, que nos da privacidad, seguridad, identidad. No obstante, se ha fomentado una Ley de Calidad de la Arquitectura que, en su artículo tercero, la define como un bien de interés general1. La razón que ha movido a legislar sobre un hecho tan obvio es que la Ley de Calidad de la Arquitectura no habla de arquitectura, sino de aquello que interesa a los arquitectos, más un intento jerárquico y excluyente de encumbrar y defenestrar trayectorias, más un  juego de poder, más un discurso torticero, frío y sin carisma que un relato coherente y empático que merezca ser atendido.

El gusto arquitectónico de los ciudadanos no ha sido modulado por los arquitectos, sino por las ates que entienden la arquitectura mejor que ellos: el cine, la fotografía, la literatura, la televisión, los videojuegos, la pintura, etcétera. Hace cuarenta y dos años que Blade Runner influye en los gustos populares con más potencia que todas las revistas de arquitectura que hayan existido. Y Metropolis, y todo el cine negro desde los años 30 a Heat, y el New Hollywood y los rodajes Gonzo de Midnight Cowboy o The French Connection, o Michael Fassbender haciendo footing en Shame. O Sex and the City. O Barbie.

The French Connection (William Friedkin, 1971), una película que nos enseño a mirar Nueva York.

Berenice Abbott ha enseñado más sobre los rascacielos que todos los manifiestos y libros de teoría de la arquitectura juntos, y lo ha hecho incluso a gente que no conoce su nombre.

Nueva York, 1929 (Berenice Abbott): una de las creadoras del paisaje urbano moderno.

Un fotoensayo de Marco Petrini que ha publicado Divisare nos ha recordado estos días los Departamentos de Física y Matemáticas del Muir College, un precioso edificio construido en1969 por Robet Mosher. Marco Petrini lo ha retratado desde la calle como lo haría un turista. Las fotos resuenan fuertemente, y se quedan en la memoria por la vía directa, reflejando unos poderosos órdenes verticales que arrancan desde una plataforma plana y verde poblada por árboles crecidos. Algunos ejes de simetría están ocupados por un pilar. Las esquinas están reventadas, sacan peso al conjunto y expanden unos espacios interiores que no vemos. Un voladizo reticular que roza la exageración corona el edificio, perfectamente comprensible de un vistazo para, como si de una buena canción comercial2 se tratase, extender capas de complejidad, virtuosidades varias al servicio no de la gloria de quien las ha proyectado3, sino de la textura y la emoción del conjunto, disfrutable sin ningún tipo de preparación intelectual.

Todas las fotos del Muir College: Maco Petrini.

El Muir College es emoción. Luego, los órdenes clásicos, la anticipación de lo que harían Ricardo Bofill o Fernando Higueras4 pocos años más tarde, o una Blade Runner trece años distante en el futuro. La proximidad de la Biblioteca Geisel, en el mismo campus, obra de William L. Pereira, que se inauguraría al año siguiente: arquitectura optimista que celebra la persona y la pone en el centro de la arquitectura.

Biblioteca Geysel William L. Pereira, 1970, en el mismo Muir College. Foto: C. Darren Bradley.

Nada de eso, sin embargo, importa sin la emoción, una emoción transversal, universal, que tendrán muchos ciudadanos, que podríamos incluso bendecir con una cita de Deleuze i Guattari5: lo liso se olvida, lo rugoso se recuerda.