El año 2020, Grafton Architects ganaba el Premio Pritzker de Arquitectura. 41 años después de su fundación se galardonaba por fin una firma de arquitectura dirigida por dos mujeres, Yvonne Farrell y Shelley McNamara. Recuerdo quejas al premio en redes sociales, quejas que, vehiculadas por el argumento de una calidad insuficiente, dejaban entrever un “les han dado el premio por tías, no por buenas”. Leyendo estos comentarios recordé una discusión a propósito de la concesión del mismo premio a Toyo Ito siete años antes. Ito es un arquitecto varón de trayectoria irregular que cuenta con algunos proyectos francamente malos, lo que hacía dudar de la conveniencia del galardón. Ito también ha construido la Mediateca de Sendai, uno de los mejores edificios de la historia reciente de la arquitectura. “¿La Mediateca de Sendai es un Pritzker? Pues Toyo Ito tiene que tener el Pritzker”. Así terminaron la discusión.
Las Grafton cuentan con el UTEC de Lima, la Casa de la Ciudad de la Universidad de Kingston en Londres, un edificio verdaderamente revolucionario, y con buena parte del campus urbano de la Universidad Luigi Bocconi en Milán. Cualquiera de estos tres proyectos por separado son un Pritzker. Y no son los únicos. No hubo suficiente.
Porque con las mujeres jamás hay suficiente.
Soy un hombre de 47 años blanco, más o menos europeo, más o menos heterosexual. Esta sola definición me sitúa en la cúspide de la cadena trófica humana y me otorga privilegios sobre gran parte de la humanidad. Puedo herir a una mujer incluso no diciendo una palabra (“Esta mujer es una..”) y/o mandar al psicólogo con idéntica facilidad a cualquiera con una identidad o una orientación sexual diversas a la mía. Lo cierto es que esta sociedad se ha hecho para mí. Ser un hombre blanco europeo heterosexual te convierte en el rey de la creación.
A no ser que tengas algo de conciencia.
Abro cita:
Hoy, para ser respetable y respetado, hay que obedecer a rajatabla los dogmas de la religión woke, aunque sus principios sean imprecisos y superficiales.
Esta cita pertenece a una crítica random de arquitectura publicada en un diario nacional de gran tirada. En mi interpretación, la palabra más significativa de esta cita es religión. He ido, pues, al diccionario de la RAE y he buscado su definición. Em ella te encuentras que la religión es las normas morales para la conducta individual y social.
Me vale.
Aceptemos el “wokenismo” como religión, es decir, como la aceptación acrítica de unas normas morales, es decir, de aquello que rige la cotidianeidad. Cada día aceptamos normas de comportamiento de manera acrítica. No veo qué tiene de malo hacerlo con las que propone el “wokenismo”. Por imprecisas y superficiales que sean (es decir, imperfectas, contradictorias) son también bienintencionadas. Cualquier componente religioso bienintencionado me vale siempre que pueda blasfemar.
Un intermedio: Hace unos meses, el podcast Las Chicas del Volcán sacó un episodio dedicado a Álvaro Retana. En él, Spiros, Donacio y Antonio las tres chicas, acompañadas por el escritor ucraniano Dimas Prychyslyy, glosaban la figura de este artista libertino, escritor, periodista, músico, dramaturgo, activista, transformista, modisto, que vio su carrera truncada a sus poco más de treinta años aprisionado por la dictadura sólo por ser quien era. Álvaro Retana, personaje desconocido, es une de les artistes más importantes de su época. Y lo escribo así conscientemente, porque las convenciones de género del lenguaje, mientras no se revisen, son un reducto que hiere muchas sensibilidades. Prychyslyy glosa la carrera de Álvaro Retana para proclamar que no le sirve un rescate de su memoria que lo posicione únicamente como el referente Queer que es. No es suficiente, y no lo es porque sin la figura de Álvaro Retana la historia de la literatura española está incompleta. Álvaro Retana es el máximo representante de la generación intermedia entre la del 98 y la del 27, dos generaciones intensamente masculinas en su carácter fatalista, adusto, trágico.
Álvaro Retana se enclava en la Belle Epoque. Álvaro Retana es la luz, la alegría de vivir, la celebración, el paroxismo furioso, histérico, de una época que terminó con la criminal recesión que el dictador Franco impuso y mantuvo durante cuarenta años. Álvaro Retana es la Gran Vía de Madrid, las lentejuelas y las multitudes y el espectáculo dentro y fuera de los cabarés y los teatros. Álvaro Retana es la versión patria del Expresionismo, y no sólo llena un vacío fundamental para contar esta historia de la literatura, un vacío que sólo el academicismo más rancio ha tapado: también da cuenta de la existencia de tantas esquinas mendelsohnianas en Madrid, elegantes, fluidas, edificios como el Carrión y los cines de Gutiérrez Soto y este símbolo de resistencia que es la Casa Oswald de Matilde Ucelay. La figura de Álvaro Retana también da cuenta de edificios como el de la Gran Vía 32 de Madrid, el mejor edificio de toda la calle, proyectado por Teodoro de Anasagasti, gran arquitecto libertino y bisexual. Su tipología alucinante, sus bondades urbanísticas de edificio proyectado por y para el público. Su olvido, un olvido conseguido a base de tapar su historia -y a su arquitecto desviado- evitando hablar del elefante en la habitación, porque el edificio sigue estando en la misma Gran Vía 32, alojando una fabulosa y popular tienda de ropa barata, es decir, la única que muchos podemos pagarnos. La Gran Vía, la calle más famosa de Madrid, expresiva, vital, resplandeciente, esplendorosa, desenfrenada, resiliente, multicualquiercosa, resistente al conservadurismo rancio, ha sido siempre una calle para todes. La figura de Álvaro Retana la explica. También hoy en día. También cuenta más que nada la distancia Madrid-Barcelona. Si la Gran Vía, la calle más conocida de Madrid, es una calle para todes las Ramblas, la calle más conocida de Barcelona, es una calle para nadie que después de su reforma seguirá siendo una calle para nadie.
Las dos calles tienen, sin embargo, una cosa en común: las hemos dejado de considerar, como tantas otras cosas, a nivel de relato. Porque no solemos pensar ni analizar demasiado. Vivimos y aceptamos acríticamente el relato de quienes somos. El “wokenismo” puede ser una religión. Casi todas las explicaciones lo son. Incluso las académicas. Sin que, en este caso, se pueda blasfemar de ellas. A menudo, la crítica tan sólo se mueve por caminos ya trazados, y ataca furiosamente -acríticamente- desviaciones y enmiendas a la totalidad.
El “wokenismo” se ocupa de aquellos a quien la crítica y la historia ha negado voz, haciéndolos desaparecer por omisión. La arquitectura siempre se ha ocupado de hombres blancos heterosexuales con dinero y ha dejado fuera el resto, es decir, algo así como el 99& de la población, al tiempo que se trata este 99% de minoría, con la sola excepción de los destinatarios de la arquitectura social, aquel vehículo de lucimiento del arquitecto destinado a quien no se puede defender, a un público usado como objeto de experimentación y/o como receptor pasivo de unos edificios que tienen en común el recuerdo constante de que los pobres son pobres. Y es por eso que, independientemente de su calidad, esta arquitectura provoca rechazo.
Las mujeres representan algo más del 50% de la población. A ellas están destinados la mayor parte de lo que se suele llamar sin ironía espacios servidores -su territorio natural. La progresía de los setenta los llamó laboratorios sin cambiarlos en absoluto.
La crítica de arquitectura ha sido acomodaticia en extremo a los hombres blancos heterosexuales. Su naturaleza es ocuparse de la arquitectura entendida como producción de objetos de autor -casas proyectadas por hombres ricos para hombres ricos-, de autor único incluso cuando éste dirige un estudio con 500 empleados. La crítica glosa las biografías, las obras y las trayectorias de estos autores (hombres), prescinde del resto y a este resultado lo llama arquitectura. Lo sé. He estado allí. Sigo estando, a veces. Y no hablemos de la historia de la arquitectura, que ha borrado las mujeres.
A poco que abramos los ojos no hay vuelta atrás. Si eso es despertar, y el “wokenismo” proviene de esta palabra en inglés, adelante. Si se quiere convertir en religión, adelante. Ya lo era antes. Salimos ganando.
Soy consciente de la necesidad humana de personalizar la historia. O las historias. De humanizarlas. Sencillamente, no podemos seguirlo haciendo a base de un 99% de hombres. Menos cuando la realidad de las clases de arquitectura es paritaria, o sesgada a favor de unas mujeres huérfanas de referentes. Más cuando para conseguir esta historia masculinizada se ha tenido que aplicar una reducción brutal a la propia consideración de lo que es arquitectura.
Hay que redefinir la historia de la arquitectura. Hay que redefinir los términos de su crítica. Hay que redefinir el propio alcance del término. Su ámbito. Los temas de los que se ocupa.
Hay que redefinir, y de manera urgente, los códigos de reconocimiento, totalmente masculinizados incluso cuando premian mujeres.
Cuando se acepta esto, aparece una consideración adicional: la bastedad del trabajo a realizar. No basta con reformar la enseñanza de la arquitectura. No basta con incorporar asignaturas de perspectiva de género, asignaturas que, por cierto, deberían desaparecer por estar incorporadas al 100% del temario. A la raíz de los propios estudios. Lo que está lejos de suceder.
Si el “wokenismo” es una religión, el heteropatriarcado también lo es. Tan oficial, reconocida, ubicua, que ni tan sólo percibimos su alcance. Consecuencia directa de esto -y es una buena noticia- es la deserción de nuestros jóvenes, de nuestros estudiantes, de los futuros arquitectos, que ya no se creen aquello que se les explica, que han dimitido de este sistema de reconocimiento para seguir bailando en la Gran Vía. Sólo una total revisión de lo que somos permitirá conservar algo del modo actual de entender la profesión.
Si es que vale la pena hacerlo.