La formación de un arquitecto, vista en perspectiva, es una especie de nebulosa de momentos grises, empastados, imprecisos, una meseta de experiencias en los que vas acumulando conocimiento que lo mismo te sirve, lo mismo no, trufada por una serie de momentos luminosos, clarividentes, divertidos, cuya acumulación es lo que cuenta de verdad. La facultad no son las largas horas perdidas en pupitres estrechos, o quemándote las cejas para satisfacer lo que primero parecían y ahora sabes que son las exigencias arbitrarias de profesores de proyectos en pugna permanente para captar alumnos flipados como si de una secta se tratase.
Me he enterado por las noticias que Xavier Rubert de Ventós se ha subido a un árbol. Nunca podré agradecer lo suficiente lo que este señor hizo por mí sin darse mucha cuenta de ello.
Como tantos otros, aprendí arquitectura en el bar de la escuela. Y allí estaba Xavier Rubert de Ventós. Recuerdo un semestre concreto, un semestre que no alcanzo a datar, donde tenía que ir a clase al principio de la tarde. Terminaba invariablemente dormido, siempre en primera fila, porque los profesores solían buscar a los alumnos dormidos en la última ya que, presumían, nadie que se sentase delante tendría las narices de hacerlo.
Ingenuos.
Xavier era un animal de barra. Se sentaba ahí cuando todavía había taburetes, fumando, con su cortadito, siempre girado 45º, como invitando al diálogo, casi siempre solo, antes de ir a dar su clase, acto que, supongo, le aburría tanto como a mí.
No lo sé seguro porque jamás recibí una clase de él.
Lo que sí sé es que, durante seis meses, me dediqué a tomar café con Xavier dos tardes a la semana. A veces una hora entera. Se solía dejar caer por ahí Pilar, otra alumna aburrida de la facultad con la que no tenía excesiva relación: algo así como tres desubicados compartiendo cafés. La escena siempre se desarrollaba así: me acercaba a Xavier y le hacía una pregunta incómoda. Y él sonreía y empezaba a hablar. Alguna vez, al cabo de un buen rato, aparecía algún otro profesor que agarraba a Xavier del hombro para decirle que ejem, mejor que fuese a clase, que tenía a 40 alumnos esperando [mientras él perdía el tiempo en el bar].
Xavier no solía hablar de arquitectura. Hablaba de la vida. Hablaba de política, mucha política. Nos contaba sobre su amigo Pasqual Maragall. Nos contaba sobre la belleza. También sobre el deseo. Xavier amaba la vida. Tenía una de esas sonrisas como de niño, de eterno curioso, de persona fascinada por casi cualquier cosa. Contagiaba buen humor. Seducía. Con él todo parecía fácil. Y hacía pensar. Un día estaba de mejor humor todavía de lo que era habitual en él. Exultante. Nos dijo que estaba tan contento porque Ricardo Bofill había vuelto a fumar. Xavier nos hablaba de él en el momento en que este arquitecto estaba más denostado. Sin ninguna voluntad de reivindicación. Sin provocación. Ricardo era su amigo. Y era un arquitecto excepcional. Punto. Si no eras capaz de verlo era tu problema, no el suyo. Nos contó que Ricardo le contaba un proyecto por teléfono. Xavier: ¡Ricardo! ¡Fumas! ¡Has vuelto a fumar! Ricardo: ¿Pero cómo lo sabes? Xavier: Porque te estás divirtiendo. Eres feliz. Así era él: disfrutaba, hacía disfrutar y (lo que, probablemente, todavía le hiciese disfrutar todavía más) nos volaba la cabeza hablándonos del gran arquitecto maldito, el mismo cuyo nombre pronunciado en una clase de proyectos podía valerte un suspenso.
Xavier Rubert de Ventós siempre ha representado lo más bonito de la universidad: una persona capaz de divertirte. De enamorarte del saber, de un saber por el saber, de un rosario de experiencias que te resultarán útiles no para tu profesión, sino porque eres un ciudadano. Rubert de Ventós venía de la élite. Del privilegio. Pudo tener una formación de lujo. Pudo seguir con ella todo el resto de su vida. Y, de la manera más generosa posible, la compartió con dos arquitectos random con de expediente académico mediocre que claramente se saltaban clases para poder hacer cortaditos con él. Xavier representa todo lo bueno de la ETSAB.
Y ahora viene lo bueno. Cuando tenía trato con él no lo leía. ¿Para qué leerle si ya te lo cuenta él mismo, con paciencia, con generosidad, con alegría? Estoy convencido que Xavier lo sabía. No le importaba. Sonreía y nos contaba las cosas con paciencia.
Luego sí le leí.
Ninguna sorpresa: Xavier escribía como hablaba. Su literatura es oral. Su literatura es lo mismo que él: el mismo espíritu juguetón, infantil, divertido. Las mismas ganas de contar. De provocar. De seducir. De marcar a través de eso.
Nunca podré dejar de agradecérselo.
Fins una altra, Xavier.