Prospekt Ognya es un proyecto de Francesc Xuti Arenas, Eva Camps, Marta Feliu, Mireia Fuster y Jaume Prat para Lluèrnia 2022, el Festival del Fuego y de la Luz de Olot.
Todo empezó en el bar de la ETSAB. Xuti, Eva, Marta y Mireia me vinieron a encontrar y, de buenas a primeras, me dijeron que querían hacer una instalación de Lluèrnia conmigo. Después de un par de segundos de flipe (porque ¿cómo narices podían saber que Lluèrnia es el festival donde más ilusión me hacía participar de todos los que existen?) les dije que sí, pero que midiesen bien, porque en este caso sí era sí y eso implicaba trabajo, compromiso y llevar las cosas hasta el final. Una vez puestos de acuerdo, avisamos a Xevi Bayona, una de las almas del festival que, con total respeto, puso su organización a nuestro servicio.
El punto de partida del proyecto fue una reflexión y tres condicionantes. Lluèrnia es un festival sólidamente enraizado en Olot. Lluèrnia es un festival de olotenses para olotenses donde el éxito del público suele ser garantizado por los propios olotenses. Su repercusión fuera del municipio es creciente, y atrae artistas, arquitectos y muchos centenares (miles) de personas de público de fuera de la ciudad. Este contexto provoca que las mejores instalaciones sean siempre de arquitectos locales. Fácil: puro compromiso, contexto, conocimiento del lugar. Nosotros cinco no queríamos quedar como arquitectos de Barcelona que suben a hacer una intervención ausente. Del modo que fuese, queríamos integrarnos.
El primer condicionante era el lugar donde se celebró el festival, el barrio de Sant Miquel. El segundo nos lo lanzó Xevi, que nos pidió una instalación de fuego. Hay muchas instalaciones que juegan con la luz y pocas que lo hacen con el fuego. Lo asumimos como reto y nos pusimos manos a la obra. El tercer condicionante, autoimpuesto por los cinco, fue el tamaño. Queríamos una instalación grande, muy grande, y que sirviese para algo. Que, de algún modo, se saliese del propio festival.
En vez de sentarnos a diseñar, decidimos subir a Olot y pasear por el barrio.
Primeras consideraciones: Sant Miquel es una especie de remanso entre dos carreteras más o menos paralelas de salida de la ciudad, la de La Canya, que bordea la ladera del Montsacopa y aprovecha la de la Garrinada (dos de los tres volcanes urbanos de Olot) para cambiar de dirección y la de Gerona, que sale más o menos paralela al curso del Fluvià para torcer en dirección opuesta a la anterior unos centenares de metros más allá. Sant Miquel se ha construido muy deprisa, tanto que todavía no tiene una identidad muy marcada. Es como si simplemente estuviese allí, abandonado entre dos de los núcleos principales del Olot moderno, el casco antiguo y el ensanche sobre la carretera de Gerona. Sant Miquel es un barrio de acogida, quizá el más diverso de toda la ciudad: diversas culturas, religiones, colores de piel, peñas béticas, mezquitas, restaurantes indios iluminados por fluorescentes, las preciosas Viviendas del Gobernador, Leonci Quera como ídolo local (un gran escultor muerto demasiado joven maltratadísimo por la historia a quien la organización ha rendido un precioso homenaje), un ídolo todavía sin calles ni plazas ni escuelas a su nombre.
Parecía de cajón que nuestra intervención propusiese una pequeña reflexión urbana sobre la identidad del barrio. Una identidad urbana se consigue marcando una cruz sobre el suelo: una señan de usted está aquí. Sant Miquel se extiende entre dos calles paralelas, pero carece de un eje transversal que complete esta cruz. Decidimos construirlo, y hacerlo en el lugar más obvio: tangentes a la plaza San Miquel, el corazón del barrio, un lugar relativamente bien diseñado pero no tan bien conectado. Por cinco horas, el barrio tendría el eje transversal que necesita.
La manera de crearlo: once farolas monumentales de fuego puestas en esta calle, unas farolas que querían rendir homenaje a las de la calle Ferran de Barcelona, que vio construida su identidad gracias a un tratamiento unitario de las fachadas (del que nosotros carecíamos) y del mobiliario urbano, principalmente de unas farolas que todavía pueden contemplarse hoy en día.
Teníamos que pensar en cómo hacer algo grande y virtualmetne gratis que pudiese colocar un fuego a una altura mínima de dos personas una sobre otra y que pudiese tener la estabilidad suficiente como para no dañar a nadie. Apareció la idea de usar elementos ya existentes, simplemente transportados al lugar y apilados, que luego pudiesen volver a su lugar de origen como si no hubiese pasado nada.
El elemento con que más fácil nos resultaba conseguir esto eran jaulas para colgar jamones: estructuras diseñadas para ser transportadas y apiladas, resistentes estructuralmente, robustas, de casi dos metros de altura. Decidimos apilar tres, convertir la última en una pantalla difusora y colocar el fuego dentro. Su vibración, su calidez, revelaría la naturaleza de la luz, pero la llama no se vería directamente.
Espunya, la fábrica de embutidos, nos dejó las jaulas, que se transportaron al lugar si coste alguno. Les estamos profundamente agradecidos. El fuego, por consejo de Laia Escribà, a quien también estamos agradecidsos, sería alimentado por parafina sólida. La mecha era una simple servilleta de cocina de papel. Con esto conseguíamos unas llamas vivas de un metro de altura que montamos en un cazo de acero inoxidable montado sobre unas poleas que diseñamos y montamos nosotros mismos para ir subiéndolas y bajándolas y poder alimentar un fuego que tenía una autonomía máxima de 25 minutos. Después de unos meses donde lo probamos todo sólo quedaba construirlo.
Fue duro, cansado y divertido: nosotros cinco montando poleas (lo más complejo), tensando las pantallas, apilando jaulas a peso (son sorprendentemente ligeras, pudiéndose levantar entre tres o cuatro personas), cortando parafina con un hacha de tamaño considerable que, confieso, he conservado, no descartando su uso en mi lectura de tesis, bregándonos en el uso de bridas y distribuciones de pesos de hormigón de 40kg que, como no, también transportamos a brazo: fuego líquido a casi cinco metros de altura en una instalación sin ningún tipo de valla a la que todo el mundo podía acercarse te hace tirar inevitablemente por el lado de la seguridad. Más cuando, como nos pasó, te encuentras a unos niños jugando literalmente bajo el fuego.
Al final todo salió bien. Tuvimos once farolas funcionando cinco horas, provocando una inesperada performance al ir alimentando los fuegos cada poco rato, cinco personas moviéndose y corriendo de farola en farola todo el rato, convirtiéndonos de manera inesperada en la puerta de entrada al festival, porque el público aparecía por nuestra calle y se encontraba con esta instalación que, sin que fuesen muy conscientes de que lo era, les guiaba al interior del festival. El fuego vibraba, los cacitos subían y bajaban. La gente circulaba. Todo tenía una extraña poesía. Lo que más nos gustó fue la idea de formar parte de algo: ser los que esperábamos la gran falla final, una cúpula de ocho metros de diámetro que ardió cuando todo el resto terminó, y de ser los vecinos del homenaje de los niños del pueblo a Leonci Quera, de largo la instalación más sensible y emocionante de todo el festival, tanto para quien la hizo como por lo que significaba. Los bares y los colmados del barrio hicieron su agosto. Sant Miquel se convirtió, por una noche, en el centro de Olot.
Misión cumplida. Podemos estar satisfechos.