Una introducción
Adolf Loos consideraba la Tumba y el Monumento como las dos expresiones puras de la arquitectura. Aventuro tres porqués:
Uno, en estos dos organismos la función y la emoción se confunden. O la emoción es la función.
Dos, son formas arquitectónicas donde se admite muy poca distancia entre el resultado final y una forma ideal, pura.
Tres, la Tumba y el Monumento son una discontinuidad. La Tumba y el Monumento son aquello que vas a visitar expresamente, creando un receso en la vida cotidiana. Su carácter es excepcional. La excepción focaliza tu atención, te obliga a mirar. La arquitectura aparece.
La reflexión de Loos sobre la Tumba y el Monumento tiene un punto naif, banal, en su consideración como arquitectura pura. Es así porque, sin duda, la arquitectura se puede leer y entender como arte (el arte de galería, el arte como foco de atención, el arte como discontinuidad) entendido en su sentido más canónico y especulativo.
Una digresión.
La consideración de la Tumba y el Monumento como arquitectura pura choca con nuestras arquitectura cotidianas, aquellas definidas por la complejidad, donde la identificación entre función y forma no es inmediata, aquellas marcadas por la contradicción. Algunas de estas arquitecturas son planteables como obras que admitan una doble lecturas que permita verlas como aquello que se usa y como aquello que quiere expresarse, las dos cosas superpuestas, la segunda conseguida mediante la trascendencia de elementos cotidianos por su proporción, por su disposición o por cualquier recurso que impida que se banalicen.
Dos ejemplos:
El edificio de viviendas Schwitter, obra temprana de Herzog ( de Meuron, presenta fachada sobre una esquina de Basilea. Su programa es de lo más común: viviendas de medida media servidas por una pasarela posterior. En este caso la repetición obsesiva de elementos estándar verticales (montantes de carpinterías, barrotes, juntas de paneles de fachada) ligados por las líneas de cornisa de las pequeñas terrazas que pasan continuas marcando la verdadera magnitud del solar. Solo haciendo un pequeño clic en nuestro cerebro podemos leer el edificio Schwitter como una escultura abstracta, como un objeto, como una pieza de land-art erigida más en la representación ideal de un edificio de viviendas que en este edificio en sí.
La Universidad Laboral de Huesca, obra de plenitud de Luís Laorga, se erige en medio de un llano a las afueras de la ciudad: una alfombra presidida por una pirámide. Sus mecanismos de composición son tan potentes como los de una obra neoplasticista o como los de cualquier tapiz de gran categoría: un módulo de medida que arrastra uno o diversos módulos estructurales que admiten múltiples expresiones sea en damero, en diente de sierra o en línea. El rectángulo vibra, entra en resonancia, toma vida propia y se focaliza mediante la pirámide, punto de angla de una composición tan abstracta al terreno. Todo este conjunto puede ser leído de la manera más banal si solo estamos atentos a unas fachadas cotidianas, casi ordinarias. Cuando somos capaces de cambiar el chip, no obstante, encontraremos un complejo magníficamente diseñado para servir a todos sus propósitos organizados con una radicalidad tan extrema que la consideración artística salta en un segundo.
Es posible ir más allá todavía. Hay obras donde esta doble lectura queda escondida, obras potentes en que su pulsación artística queda reducida a una especie de vibración que sientes cuando en un momento determinado eres capaz de conseguir abstraerte de su utilidad. Pondría dos ejemplos más de los muchos que podríamos extraer:
La adecuación medioambiental del Río Llobregat, obra de Batlle i Roig arquitectes, limpia el curso del río y lo condiciona para su uso deportivo y cívico. Una lectura atenta de los ritmos de los pocos elementos necesarios para conseguirlo nos hará ver el conjunto casi como una pieza de Land-art superpuesta a un territorio tan complejo que, más que diseñarse, solo se ha podido gestionar: en este caso la política ha sido una herramienta ordenación de territorio tan potente que se puede incorporar, gracias a esta lectura, a la lectura artística del proyecto.
En el edificio de La Borda, obra de la cooperativa La Col, todos los procesos de diseño han sido consensuados, colegiados, negociados hasta el infinito para ser posteriormente auditados para su encaje en el magro presupuesto de la obra. La lectura artística del edificio es, en este caso, aquello que permite conservar la frescura de las decisiones de diseño, milagrosamente fluido y dinámico, y una lectura unitaria, casi objetual, del edificio, que se quería representar como una única obra para simbolizar una única comunidad, y no la suma de diversas viviendas unifamiliares, lectura conseguida aquí mediante la lógica de un potente collage de formas, tipologías y materiales particularmente bien conseguida en la fachada más urbana de todas, la norte, la que ha de soportar la mala orientación y el considerable tráfico rodado de la carretera de la Bordeta.
Estas dos intervenciones son, durante el resto del tiempo, naturaleza. Ya ni tan sólo pueden ser consideradas paisaje desde el momento en que éste implica una mirada activa. No. Naturaleza entendida como toda esta colección de residuos, de objetos desatendidos que ya no vemos. Simplemente convivimos con ellos. Es la naturaleza que se abre camino e incorpora los microplásticos y los residuos radioactivos y las partículas sólidas en suspensión y las dioxinas y las cantidades excesivas de CO2, nitrógeno y ozono. Es la naturaleza que nos rodea y que sólo notamos cuando nos es hostil. Es la naturaleza entendida como acumulación de fenómenos posibles, indiferente, ajena, neutra(1).
Pero sigamos con la Tumba y el Monumento. Éstos están preparados para ser aquello que conmueva, aquello que sobrepone, aquello alejado de la vida diaria y cotidiana. ¿Qué sucede cuando esto no es así?
Otra disgresión
El pintor Arnold Böcklin concebirá en 1880, mientras vive en Florencia, su obra más famosa, un cuadro donde aparece una isla en medio de unas aguas calmadas. La isla es una masa rocosa que presenta una única obertura por la que se llega directamente a su corazón, una masa tenebrosa de cipreses contenidos, protegidos, aprisionados, por esta roca que puede ser leída como un recinto basto, precariamente esculpido, un recinto ya ni natural ni artificial, sino una especie de híbrido que nos suscita dudas sobre su naturaleza y autoría. ¿Es natural? ¿Artificial? ¿Obra de un dios? ¿Del Hombre? La pintura nos proporcionará, sin embargo, una sola certeza: esta isla es paisaje desde el momento en que nos vemos obligados a contemplarla y quedamos seducidos por su fuerza. Nuestra mirada la fabrica y le da sentido.
Böcklin pintará cinco o seis copias que acabarán distribuidas por diversos museos del mundo. Jamás explicará el significado de esta pintura.
En 1883 el marchante de arte Fritz Gurlitt, incapaz de soportar tanta incertidumbre, bautizará la obra como La isla de los muertos. El título y la ausencia de interpretación provocará una mitología casi instantánea que llevará mucha gente relevante a obsesionarse con la obra. Literalmente. Sigmund Freud colgará una reproducción en su despacho. Georges Clemenceau, el primer ministro francés del Tratado de Versalles, se colgará otra. También lo hará Lenin. Finalmente Hitler conseguirá comprar una de las copias originales, que se convertirá en la única obra de arte presente en su despacho. El hecho que tres políticos opuestos compartan este interés hará crecer la historia del cuadro.
Poco más tarde de su difusión el arquitecto Tony Garnier construirá una reproducción en Lyon.
Llega el arte popular por excelencia, el cine, y la historia del cuadro va adquiriendo nuevas capas de manera periódica. King Kong vive en la Isla de los Muertos. Dreyer la filmará. Scorsese la convertirá en manicomio en Shutter Island y, finalmente (por ahor) Rydley Scott la convertirá en la tumba de Elisabeth Shaw en Alien: Covenant. Previamente HR Giger, uno de los creadores de la mitología Alien, habrá pintado su propia copia titulada simplemente Böcklin.
Como hizo notar el maestro Oriol Bohigas en un artículo aparecido hace unos años en el País, Barcelona tiene su propia Isla de los Muertos. Se trata del monumento a Mossèn Cinto Verdaguer, obra del arquitecto Josep Maria Pericas, ubicado en el cruce de la Diagonal con el paseo de Sant Joan. Explorémoslo.
El poeta:
Mossèn Cinto Verdaguer es el personaje que encarna el Romanticismo de manera más plena en Cataluña. El poeta Verdaguer, hombre de gran belleza, originario de tierra adentro (Folgueroles, su pueblo natal, se enclava en las Guilleries, una comarca rural de difícil acceso ubicada en el centro de Cataluña), escribirá una de sus obras centrales, la Atlántida, como capellán de barco, practicará exorcismos, vivirá al límite y tendrá uno de los entierros más populares y multitudinarios que se recuerdan en este país. Verdaguer es al modernismo literario lo que Gaudí fue al modernismo arquitectónico.
El arquitecto:
Josep Maria Pericas nació en Vic la ciudad catalana más próxima y vinculada con el Folgueroles natal de Mossèn Cinto, en 1881. Es, por tanto, once años más joven que Loos y cinco años mayor que Mies van der Rohe. Pericas será el arquitecto de una generación perdida, sin atributos. Catalanista católico de derechas, quedará al margen del GATCPAC para ser posteriormente condenado al ostracismo por la dictadura. Perdidos unos inicios prometedores y cosmopolitas (llegó a ser colaborador de Gaudí en uno de sus proyectos más interesantes, las farolas de Vic) en compañía de dos grandes amigos más conocidos y tan perdidos como él en el limbo de la historia. Josep Maria Jujol y Rafael Masó. En estos inicios, Pericas tendrá fuertes conexiones internacionales, llegándose a cartear con miembros de la Sezession como Hoffmann. Pericas abanderará los homenajes a Verdaguer, a quien erigirá dos monumentos, uno en Folgueroles (bastante gaudiniano todavía), el otro, el que nos ocupa, en Barcelona.
Este segundo monumento es, de un modo bastante literal, la Isla de los Muertos. Un potente zócalo en forma de friso circular que deja una obertura rodeada de cipreses que envuelven y protegen una columna sobre la cual se alza la escultura del poeta. La columna y la escultura, alzadas a la medida del coche, son el rasgo más reconocible del monumento.
El zócalo es la Isla de los Muertos, rodeada de un mar de asfalto cruzado por un tráfico incesante de coches que impide que nos podamos acercar a la isla, impenetrable por una reja. No se trata tan sólo de una copia literal del cuadro. Las condiciones del entorno convierten esta obra en un calco de las intenciones originales de Arnold Böcklin.
Excepto porque este monumento es ahora naturaleza. Sencillamente no lo vemos, quedando desatendido como una rotonda más, como un elemento organizador del tráfico. Ya no sabemos quién es Verdaguer. Poca gente conoce su existencia. Menos todavía lo hemos leído. No miramos, tampoco, el monumento. La escultura ha perdido su sentido. Y, por descontado, tampoco miramos el zócalo.
La Tumba y el Monumento se han secularizado. Ya no conmemoran nada, olvidados por la historia. El monumento es ahora un residuo. Naturaleza. Y siempre que la historia se olvida o nos empobrecemos o se repite o las dos cosas a la vez. Buena parte del tratamiento del espacio público barcelonés actual, sea en forma de intervenciones de retirada de esculturas (Antonio López) o al nomenclátor (Almirante Cervera) nos habla de esto.
Haríamos bien volviendo a mirar el monumento. Ni que sea para retardar un poco más su olvido.
(1) Quien tenga ganas de más sobre estas consideraciones sólo ha de leerse la Teoría general de la basura, imprescindible ensayo de Agustín Fernández Mallo.