(Escrito en diciembre de 2013. Publicado originariamente en un número de sla revista Andròmina)
La literatura de ciencia-ficción es una rama de la literatura especulativa que pone especial énfasis en la tecnología como vector de configuración social. Sus dos siglos de recorrido permiten extraer dos conclusiones relevantes sobre el género: su carácter de espejo deformante capaz de diagnosticar con precisión los problemas de la sociedad y su capacidad propositiva sobre determinados inventos clave para entender la forma de vida contemporánea que, antes de ser materializados, han tenido una primera vida literaria que los ha hecho posibles.
Uno de los temas principales de la ciencia-ficción es, desde hace unos veinte años, la relación entre la realidad física y la virtual. La consolidación de la red nos ha llevado a una realidad bastante más compleja que cualquiera de las precedentes, con una capacidad de comunicación ilimitada. La relación entre los dos mundos es fluida y permeable, y está afectando a nuestro entorno de una manera sensible y creciente.
La arquitectura, arte que configura nuestro entorno físico, cambiará también en función de los espacios virtuales. Su visualización a gran escala san sólo es cuestión de tiempo.
William Gibson, junto con su discípulo Neal Stephenson, son dos de los autores que más han marcado, con sus obras de ensayo y, sobre todo, de ficción, el espaciow virtual que conocemos: Gibson, en su novela Neuromante (1984), lo define como un espacio configurado por unas reglas análogas al nuestro: tres dimensiones, gravedad, relaciones de escala invariables. Lo que, antes de su intervención, no era obvio, teniendo en cuenta que está construido únicamente a base de información. Más tarde, Neal Stephenson, en su novela Snow Crash (1992), porfundiza en las intuiciones de Gibson y coloca, como si de un nuevo Renacimiento se tratase, al Hombre (un hombre análogo al físico) en el centro de este espacio: ha nacido la noción de avatar, el habitante del espacio virtual.
Gibson redactará, después de Neuromante, la Trilogía del Puente (Luz virtual, 1993, Idoru, 1996, Todas las fiestas del mañana (1999), donde explorará la relación entre espacio virtual y realidad física. Los quince años que han pasado desde su terminación permiten evaluar la precisión del mundo que plantea, que es, en gran parte, el nuestro. Anécdotas argumentales como el terremoto que le sirve para crear el marco donde se desarrolla la trama se revelan como catalizadores que, sencillamente, le permiten deformar su mundo de 1993 (desde el que ambienta la historia en 2006) más de prisa de lo que tardará en suceder.
Gibson habla, en primer lugar, de la absoluta dependencia de la humanidad respecto de las infraestructuras, infraestructuras que no necesariamente han de ser grandes obras de ingeniería, sino la acumulación de pequeñas decisiones ejecutadas en red tales como una especie de alcantarillado privado, la distribución de carburante o las redes de aeropuertos, supermercados, restaurantes. O la fibra óptica que soporta físicamente el mundo virtual. Sin las infraestructuras, la sociedad colapsa y el individuo apenas puede subsistir.
Estas infraestructuras son, para el autor, globales en cualquiera de los sentidos de la palabra: afectan al mundo real y al virtual y configuran ambos de manera que sus fronteras son tan sólo un dato o un inconveniente para el flujo de personas, mercaderías e información a través de todo el mundo. A través de este flujo las culturas locales, ahora convertidas en nodos de una red global, han colapsado en una supracultura que se alimenta de las diversas intensidades con que estas culturas conviven entre ellas, así como de la cultura que cada individuo, independientemente de su posición en el espacio físico o en el ciberespacio, ha escogido para identificarse en un acto que, por primera vez en la Historia, puede ser libre y consciente a gran escala. Este mundo convive con los rastros del mundo anterior: hay una realidad que no ha cambiado respecto de la situación precedente y que se suma como una más al panorama global.
El rasgo más interesante de toda la obra es la manera en que la realidad virtual transforma físicamente el mundo en que vivimos: el Golden Gate Bridge, símbolo de la trilogía, es ahora un edificio de viviendas. Gibson usa el puente como un símbolo, un ejemplo extrapolable de las nuevas maneras de habitar. En plural. El puente es una infraestructura precariamente colonizada por un rosario de tecnologías que no se perciben como nuevas (contradiciendo la tendencia actual de llamar así, hasta no se sabe cuando, a cualquier tecnología que se refiera a la red). Todas ellas son perfectibles_ una pared de cartón o un mamparo reciclado, pueden ser al día siguiente de obra o de hormigón. La calidad de determinadas construcciones mejora, de hecho, a lo largo de la trilogía. Y el viaje puede ser reversible. Las reglas se van definiendo poco a poco: espacios de vivienda ínfimos, poco más que la versión DIY de las cápsulas de un hotel japonés, negocios-vivienda, baños comunales y una conexión de alta velocidad a la red (donde realmente se vive) conviviendo con viviendas de lujo grandes y bien acabadas. Casi todos los niveles de tecnología, desde el más elemental hasta el más avanzado, colapsan en un mismo espacio narrativo.
El mundo aparece en fase de colonización, de pre-arquitectura. La historia nos ha mostrado que estas colonias pueden civilizarse con el tiempo, un tiempo futuro (el futuro del futuro) que los libros dejan implícito cuando la trama se resuelve. Un tiempo que, curiosamente, sólo arquitecturiza las estructuras virtuales: el interés de los usuarios las ha llevado a un grado de desarrollo mayor que la realidad física, como si el habitante contemporáneo sólo pudiese sentirse pleno en el mundo virtual.
Gibson parece literaturizar el construir, habitar, pensar heideggeriano para culminarlo con la arquitectura de manera consecuente e inevitable: pequeñas variaciones sobre reglas encontradas y consolidadas empíricamente mucho antes de ser explicitadas, un salto expresivo, un proyecto que expresará y visualizará un modo de entender la sociedad (la nuestra) lógica, cómoda y consecuente. Modo que todavía ha de llegar. Empieza a ser urgente, teniendo en cuenta que apenas hemos tomado conciencia de que navegamos sin manual de instrucciones por esta fase de colonización en la que deberíamos fijarnos si queremos convertirla en arquitectura.