(Primera serie de imágenes que acompañan al artículo Dos catedrales mínimas, publicado en Diario 16)
Bodega cooperativa de L’Espluga de Francocolí (1912-3) Lluís Domènech i Montaner, proyecto, Pere Domènech Roura, construcción. Foto: autor desconocido.
La génesis del modelo. Planta basilical con un arco apuntado que cuestiona lo que se puede conseguir con un arco de medio punto y prefigura las experiencias posteriores de Cèsar Martinell con arcos catenáricos. La bodega se construyó con dos naves. Martinell añadió una tercera indistinguible de las otras dos en los años cincuenta. Foto. Wikipedia.
La conectividad horizontal se insinúa, conseguida en este
caso por la yuxtaposición directa de las dos naves sin espacios intermedios.
La bodega cooperativa de Aiguamúrcia (1920) es una de las más pequeñas proyectadas por Martinell sin que su espacio interior pierda un ápice de calidad. Foto: Jaume Prat.
La bodega cooperativa de Santes Creus (1921), pequeño núcleo urbano perteneciente a Aiguamúrcia, incide en las mismas características que la anterior bodega situándose entre medianeras en la calle de acceso al pueblo: el modelo Martinell se puede adaptar a todo. Foto: Jaume Prat.
La bodega cooperativa de Vila-Rodona (1919), en que Martinell adapta un proyecto previo de Joan Rubió i Bellver, se construye con medios mínimos, con estructuras de ladrillo de gruesos imposibles y techos de madera. Y sigue habiendo espacialidad. Fotos: Jaume Prat.
Fijarse en la Zaragoza actual es asistir a un hecho interesante: la
redefinición de la identidad urbana de una ciudad básicamente conocida como
centro de peregrinaje a fin de que devenga la gran conurbación de todo el este
de la España interior. Esta redefinición, si lo pensamos bien, es tan sólo un
simple cambio del foco de atención, que sigue incidiendo en el carácter de
cruce de la ciudad. De lugar de intercambio, de paso obligado en la ruta más
directa entre Madrid y Barcelona.
Hasta hace poco el Pilar era el faro de casi la totalidad del turismo
que viajaba a Zaragoza, una estructura enorme, completamente ciega con cuatro
altísimos campanarios en sus cuatro extremos de su perímetro que constituían
(que constituyen) el elemento identitario más característico de la ciudad. Actualmente
la basílica del Pilar es, todavía, el monumento más conocido de la ciudad. El
Pilar es uno de los lugares de peregrinaje más importantes de la cristiandad,
la religión hegemónica en España a lo largo del último milenio y medio. He
escogido escribir unas líneas sobre el Pilar para incorporar un par de
elementos estructurales para reflexionar sobre los espacios sagrados, a saber:
-La vulgaridad.
-Su promoción como lugar de culto mediante una potente maniobra
política.
Primero: La vulgaridad. En un podcast,
Josep Lluís Mateo(1) expresó su admiración por el Panteón, que considera uno de
los grandes edificios de la historia, aunque no por la idea que tenemos
convencionalmente del Panteón basada en estas representaciones que lo muestran
aislado, grave, solitario, sino por el Panteón que vamos a visitar actualmente,
lleno de turistas que hacen selfies,
con las palomas que entran por el óculo del techo y se cagan. Es decir, para
Mateo la capa de vulgaridad es esencial para comprender aquello que es el
Panteón para nosotros. Mateo no apuesta por platonismos que puedan frustrar al
visitante o al habitante de un edificio, sino que se lo plantea tal y como es,
sin adulterarlo, poniéndolo en valor desde su condición de hito turístico y
destilando sus valores a través de él. Lo que constituye, por cierto, uno de
los valores de su propia arquitectura. La vulgaridad es aquella pátina de
muchas capas (restauraciones fallidas, añadidos desafortunados, falta de
mantenimiento, suciedad, presencia de turistas) que aparece cuando el lugar
pierde sentido, pátina que puede desaparecer total o parcialmente de manera que
puede ofrecernos una cierta revelación de lo que había y/o de la calidad
arquitectónica subyacente.
Segundo: la maniobra política. Muchos regímenes escogen la promoción
de un lugar sagrado para potenciar, significar y dar dirección a su ideología.
Esta maniobra, si somos sinceros con nosotros mismos, no es sólo privativa de
las dictaduras. Las democracias la realizan constantemente, y estudiarlo (lo
que no es el objeto de este artículo) nos diría muchas cosas sobre la
naturaleza de la comunicación política. La Basílica del Pilar es un caso
paradigmático de la escenificación de una maniobra política de exaltación de un
régimen. El trazado moderno de la Basílica del Pilar es barroco. En el siglo
XVIII se amplía su perímetro hasta llegar a las dimensiones actuales. Después
será reformado y reorganizado diversas veces. Las cúpulas características son
decimonónicas. Así, la Guerra Civil encuentra el Pilar convertido ya en un
importantísimo centro de culto que coloniza una enorme basílica que desde el
siglo XVII es también Catedral para consolidar a los fieles locales, una
basílica desproporcionada, aunque ni de lejos todavía eso que encontramos ahora
cuando viajamos a Zaragoza.
La dictadura del general Franco hará cuatro cosas: consolidará y
armonizará el paisaje de cúpulas (primera). Todo el resto de actuaciones serán
paisajísticas. Se construirán (segunda) las cuatro torres de las esquinas,
absolutamente decisivas para otorgar a la Basílica esa visión lejana que ha
gobernado la ciudad en exclusiva hasta hace pocos años, torres que no se
terminarán hasta 1961. Se construirá (tercera) la fachada sur, que no se
terminará hasta 1969 cuando se monte el gigantesco (gigantesco a escala humana,
relativamente importante para la fachada en tanto que ocupa el eje central pero
no tan grande para el edificio) relieve de Pablo Serrano, un relieve no lo
suficientemente estudiado ni valorado, y (cuarta) se consolida el vacío, la
plaza ubicada ante la Basílica, elemento clave para entender el conjunto.
Relieve de Pablo Serrano en la fachada principal del Pilar montado en 1969 en el eje de la fachada. El resto de la fachada es apenas unos años anterior. Foto: Jaume Prat Primera imagen conocida del Pilar. Desafortunadamente desconozco la existencia de imágenes con las casas pegadas a la Basílica. Fotografía de 1945 con la fachada en construcción. Los dos primeros campanarios ya han sido terminados. La fachada al río podía esperar. Notad la formalización de la plaza ante la basílica.
La plaza no tiene proporción. Su formalización es pobre. Sólo se puede
recorrer o entender episódicamente desde el momento en que también se le asoman
los juzgados, la Seo (la otra Catedral) y el Ayuntamiento, entre otras piezas
importantes. La plaza es la responsable definitiva de que el Pilar se haya
convertido en la monstruosidad que es actualmente. La plaza se entrega mal con
el tejido circundante, un trazado romano alterado en la Edad Media, más o menos
regularizado en el XIX, que vuelca calles a un vacío requemado por el sol,
imposibilitado de contar con pérgolas o elementos urbanos que puedan hacer la
vida agradable a los que la cruzan desde el momento en que le quitarían su
carácter de vacío que dé proporción, o desproporción, a la fachada. La plaza es
el instrumento de intimidación definitivo del conjunto, hostil y agresiva,
error sobre error desde el momento en que los edificios que forman su perímetro
se ven incapaces de competir con los órdenes gigantescos de la fachada de la
basílica, con elementos urbanos como las fachadas o las gigantescas farolas que
necesitan tener treinta o cuarenta metros de altura para alcanzar una mínima
entidad, convirtiéndose en algo parecido a las torres de iluminación de un
estadio de fútbol o de una cárcel o de un campo de concentración. La plaza del
Pilar es un no-lugar de libro, un instrumento de control social, una gran
maniobra publicitaria que no impone respeto ni llama al recogimiento, sino que
intimida e incomoda. Para hacerse una idea de su tamaño hay que entender que el
conjunto basílica-plaza-edificios circundantes se comen como un 20% de la
ciudad romana de Cesaraugusta, una de las mayores de toda la Península Ibérica.
El interior de la Basílica tiene exactamente el mismo carácter de
no-lugar que el exterior, lo que otorga al conjunto una continuidad espacial
sorprendente, más teniendo en cuenta que no hay ningún tipo de contacto visual
ni auditivo entre este interior y el exterior. La planta del conjunto es muy
clara: un gigantesco muro de ladrillo del grueso de una crujía reforzado con
piedra en los puntos clave define el perímetro. El interior está formado por
dos esquemas nine-grid (es decir, un
cuadrado perfecto dividido en nueve cuadrados perfectos) simétricos separados
por una crujía central más ancha cubierta por la cúpula principal. Cada esquema
nine-grid está cubierto por una
cúpula secundaria. Las cuatro torres de las esquinas quedan soportadas directamente
por el muro perimetral. Todo esto queda anulado, imperceptible al interior,
porque este interior queda marcado principalmente por las treinta y dos
columnas que soportan este esquema, columnas que dividen crujías cubiertas por
naves y cúpulas. De las treinta y dos columnas sólo dieciséis son realmente
columnas. Las otras son, en realidad, pilastras que refuerzan el muro
perimetral.
El interior del Pilar. El grosor de los pilares impide la percepción global del espacio. Foto: Jaume Prat.
Todo es grande, demencialmente grande. Las columnas exentas, grosso
modo, medirán sus buenos quince metros cuadrados en planta. Quince metros
cuadrados de grueso de columna. La altura es considerable, como veinte metros,
pero aun así la esbeltez no es demasiada a causa de este grueso brutal, un
grueso tan brutal que da al interior su característica principal: no puede ser observado
en toda su dimensión, ya que la superposición visual del bosque de columnas
llega a anular el espacio. Cada columna y cada pilastra están profusamente
acanaladas, trabajadas con una reiteración de centenares y centenares de
aristas verticales vivas. Son estas las que dan a este interior su carácter de
bosque, de laberinto, una especie de
bosque iluminado cenitalmente con suficiente luz gracias a que todo el conjunto
está enyesado. El interior de la Basílica del Pilar posee una extraña belleza
producto directo de esta confusión: su enorme tamaño deja en realidad la mayor
parte de su volumen intacto La capa antrópica ocupa una capa tan pequeña que se
sitúa en el límite de la bidimensionalidad. El contraste es extraño y
fascinante.
Tan inhóspito es este interior que el culto queda sectorizado por la
estructura. Bajo una de las cúpulas laterales, la este, está la Capilla de la
Virgen. En el otro extremo, bajo la última crujía (dejando libre la cúpula) se
dispone un coro medieval heredado de la catedral precedente. Bajo la cúpula
mayor se dispone el altar mayor, enfrentado con el de la capilla. El interior
de la basílica fue ordenado por el arquitecto Ventura Rodríguez a finales del
XVIII disponiendo estos elementos. El resultado es asimétrico y episódico en
una disposición que podríamos pensar que es pionera de los grandes edificios
infraestrucutrales del siglo XX. El Pilar se puede relacionar sin problemas con
el Palacio de Congresos de Estrasburgo de Le Corbusier, con el Palacio del
Pueblo tristemente derribado en Berlín o incluso con iglesias de otros cultos
como la Catedral de San Basilio de Moscú: edificios dentro de edificios.
La Capilla de la Virgen inserta en un módulo del Pilar. Foto: Jaume Prat.
La propia Capilla de la Virgen (finalmente la pieza más interesante de
todo el conjunto, como no podía ser de otro modo) tiene mucho que ver con el
famoso cuadro de Antonello da Messina: la domesticidad, un cierto sentido de la
intimidad, de la presión, del calor que debería ser propio de un lugar de
culto, se conquista crujía a crujía.
San Gerónimo en su estudio, de Antonello da Messina (1475): la pequeña construcción coloniza el espacio.
La interpretación más interesante del edificio, sin embargo, nace cuando consideramos juntas la plaza de nueva creación, el vacío, y la Basílica, el lleno, y cruzamos este conjunto con las referencias que Félix Arranz suministra en un artículo como elementos identitarios de Zaragoza: la Alfajería (el modelo que inspiró la Alhambra de Granada) y la Seo, la primera Catedral de la ciudad, en realidad una mezquita reconvertida con unas interesantes planta y sección de salón. Es decir, Zaragoza, hasta el Pilar, era una ciudad de trazado romano marcada por la arquitectura islámica, abstracta, carente de fachadas, con una espacialidad amplia y serena.
El Pilar es una mezquita.
Es decir: el vacío y el lleno. El patio y el interior por el que se
deambula, donde se está y donde se reza, orientado por las zonas de culto.
Abstracto. Abierto. El Pilar es la versión cristiana de una mezquita que
funciona exactamente igual a una mezquita. Como a muchas mezquitas modernas le
falla, no obstante, la proporción, la formalización de la plaza, la relación
entre el vacío y el lleno. Como una mezquita clásica está inserta en un entorno
urbano que la deja sin fachada. Tampoco la necesita. Las cuatro torres
adquieren, leídas de esta manera, el mismo carácter que los minaretes
musulmanes: los faros, la orientación, el reclamo. Lo que recinta el lugar. Lo
lo que lo recintaría si los arquitectos hubiesen atinado a mover los dos campanarios
al extremo de la plaza, no al de la Basílica. Entonces el símil hubiese sido
perfecto.
La Mezquita de Córdoba. En la parte superior, el patio. La estructura no tiene espacios de respiro. Notad, aunque no venga a cuento, el estupendo paralelismo con el centro de arte, la mejor obra de de toda la carrera de Nieto-Sobejano hasta la fecha. El Pilar con su trozo de plaza adyacente incorporado a la construcción. Su inserción en el tejido, así como su relación con el río que obliga a desorientar el complejo, presenta ciertos paralelismos con la Mezquita de Córdoba.
A la vista de esta descripción que culmina remarcando una
desproporción que banaliza el edificio la pregunta es fácil: ¿Qué tiene de
sagrado todo esto?
El Pilar sacraliza la fascinación que nos provoca un lugar de paso
convertido en una especie de panóptico que recibe gente de los cuatro puntos
cardinales para brindar un homenaje rápido y marcharse. El Pilar es un
humilladero, una especie de máquina de vending de la fe: llegas, te arrodillas,
enciendes un cirio que ya ni se enciende porque ahora son eléctricos, te vas.
La capa humana es literalmente un mercado, uno de los máximos referentes de la
esa vulgaridad que mencionaba al principio: gente que vende cosas, gente que
hace fotos(2), sobre todo gente que hace fotos, gente sobrepuesta o recogida o
exhibiéndose o aburriéndose. La fascinación es el último reducto de aquello que
había sido sagrado, que va decididamente a la baja.
Félix Arranz nos remarca el Pilar como otro de los precedentes del
metaedificio que da a Zaragoza su dimensión de lugar de paso contemporáneo. Me
refiero a la estación del AVE local, una gigantesca infraestructura con una
superficie interior equivalente a cuatro basílicas juntas obra de Carlos
Ferrater, Félix Arranz, José María Valero y Elena Mateu. La estación del AVE de
las Delicias, la más singular de las que se han construido en España, es un
enorme espacio basilical que puede entenderse como un eco de la Basílica. La
diferencia, sin embargo, es que en esta estación todo está mejor: el interior
no presenta ningún tipo de estructura, ya que la caja perimetral soporta unas
potentísimas cerchas que definen un cielo raso plano que, al interior, no da
ningún tipo de información de cómo se aguanta al visitante casual(3). El
interior de esta caja, un espacio poderoso, casi en bruto, iluminado (de nuevo)
cenitalmente, organizado con la misma lógica de capillitas y episodios, aquí
dispuestos con bastante más armonía y gracia al ser un proyecto de nueva
planta. Al exterior el perímetro estructural de la fachada se asimetriza, se
deforma, toma el tamaño de edificios enteros y abre más que cierra y abremás
que cierra relaciones con una nueva manera de entender la ciudad que, cuando
esté listo el parque que ha de ir sobre las vías del tren (la parte de la
estación que fue completada incumpliendo el proyecto original y los deseos de
los arquitectos), será capaz de tejer buenas relaciones con el casco antiguo y
de crear una nueva ciudad que conviva con la vieja. Lo que ya sucede en estos
momentos con no pocas intervenciones de gran mérito que extienden el perímetro
del conjunto y, en algunos puntos, lo funden con el tejido existente.
Estación de Delicias de Zaragoza (Ferrater-Arranz-Valero-Mateu arqs): Zaragoza como lugar de cruce. Foto: Alejo Bagué.
Un apunte más todavía: Carlos Ferrater suele explicar el hotel Juan
Carlos I como un proyecto de arquitectura islámica: una fachada de hormigón ciega
tas la cual se esconde un atrio del que cuelgan las habitaciones del hotel.
Sólo un promotor musulmán, declara Ferrater, es capaz de entender que la
fachada principal de un hotel de cinco estrellas puede ser una pared ciega. Este
bagaje, sumado a las consideraciones sobre la ciudad que Félix menciona en su
artículo, ha permitido al equipo de arquitectos entender las Delicias como un
proyecto de arquitectura islámica que, acertando (esta vez sí) en las
proporciones, o en las desproporciones, si se quiere, entronca más con la Seo y
la Aljafería que con el propio Pilar.
Detrás de este muro ciego se esconde un hotel de cinco estrellas. Foto: Lluís Casals.
La nueva estación del AVE(4), sin embargo, ni es ni está concebida
como lugar sagrado. El Pilar sí. El Pilar que conocemos es la versión fracasad
de un Frankenstein(5) que juntamente con lugares como el Valle de los Caídos o
el Monumento a los Caídos de Pamplona (el segundo en importancia del país, por
fin en proceso de desmantelamiento) exaltase los valores espirituales de una
dictadura. Digo versión fracasad porque este carácter acumulativo de
capilla-dentro-de-la-capilla, de infraestructura imperfecta, de lugar más
colonizable que habitable, y, sobre todo, su funcionamiento (involuntario) como
mezquita cristiana impidió esta total apropiación adel lugar alargando su vida
hasta la actualidad. Mi opinión, sin embargo, es que estamos ante un cadáver, o
un organismo en los últimos estertores de la agonía. Tengo una viva curiosidad
por saber cómo será el pilar del siglo XXI, o XXII. Con todas las reservas
sobre predicciones que en estos tiempos inciertos y un tanto reaccionarios,
creo que será otra cosa. Nadie sabe qué será de estas paredes. Asistir a su
transformación será interesante, porque, entre otras muchas cosas, permitirá
comprobar la resiliencia de los lugares sagrados
Fotos: Alejo Bagué. Los dos hitos de Zaragoza como lugar de paso. El Pilar, a pesar de todo, conserva su fascinación.
(1) Una fabulosa conversación de Scalae que no pierdo la esperanza que algún día termine convertida en libro. Obviamente la conversación fue liderada por Félix Arranz. Ni recuerdo si jugué en ella algún papel aparte del de espectador alucinado.
(2) La fe 2.0 se hace con el móvil. Mi última visita a la basílica me resultó traumática. Se tiene tan asumido el uso de este instrumento que ya ni se censura ni se recrimina. El móvil es el intermediario de las miradas: del peregrino, del fiel, de quien lleva los niños a bendecir, del turista ocasional, del viajero despistado. El móvil es la herramienta que une a los fieles y a los no-fieles en su atomización definitiva de la colectividad a favor de una reunión de individuos (ni tan sólo una comunión) que tienen en común estar pendientes de gente que no está allí.
(3) No hay que olvidar que gran parte de los que leeréis esto sois arquitectos y sabéis perfectamente que esos triángulos y esos lucernarios marcan las cerchas y que, por tanto, somos capaces de leer bien qué pasa. No así los visitantes que no son arquitectos. Comprobadlo preguntando.
(4) Nueva en comparación con el Pilar, se entiende.
(5) Para entendernos entre nosotros. Dos apuntes sobre la novela: Uno, no os leáis la edición revisada por el imbécil de Percy Shelley, que suavizó las intenciones iniciales de Mary Wolstonecraft S. Dos, en ningún momento se habla de monstruo. La denominación es la Criatura. A falta de leer la obra es su edición original en su inglés decimonónico, podría ser que ni tan sólo su sexo estuviese claro.